Aún recuerdo con entrañable cariño aquellos días en los que esperábamos con una alegría infantil que llegara el cumpleaños de nuestra abuela, una gran matriarca llena de ímpetu, fortaleza y un especial sentido común, ese que tienen las gentes sencillas del campo, que sin estudios saben qué hay que hacer en cada momento.
La preparación de la fiesta iba aparejada, nunca mejor dicho, del aparejo de los burros que nos llevarían por la senda del río. Por donde un total de 50 personas, entre abuelos, hijos y nietos transitaríamos como cada año en una gran algarabía, canciones, cháchara, risas y demás; especialmente, cuando la madrugada dejaba paso a la esperada mañana, plena de sol, vida y asombrosa belleza.
Los momentos más entrañables fueron aquellos en los que muy de madrugada, cuando los brazos del sol aún no se habían estirado hacia el cielo y la oscuridad seguía cubriendo cada rincón de la tierra, nos iban colocando a los más pequeños en los serones que llevaban los borricos plata y castaños. Cubiertos por unas mantas, nos sentíamos entre algodones.
Íbamos acomodados en las canastas como los demás enseres, los melones, las cestas de comida, las garrafas de agua, los embutidos… percibir que caminaba toda nuestra familia cerca; oír el murmullo familiar, y el arrullo delicado del rio en su descendimiento de la montaña y el paso tranquilo y reposado de los animales, nos producía una sensación de confort y bienestar que pocas veces he vuelto a apreciar a lo largo de mi vida.
Este caminar sosegado de los animales, conducidos por un mayor, iba acompañado por el blanco brillo de los rayos que se afanaban por atravesar las alamedas que habían crecido junto al rio. Los claros, como ventanas abiertas en una oscura estancia, dejaban pasar la primera y más bella luz del día; y nosotros, embutidos en las banastas y amodorrados con el pausado trote, éramos espectadores privilegiados de este nuevo amanecer.
Llegábamos siempre hasta la Fábrica de la luz, para recordar a mi abuelo que había diseñado este lugar. Había estudiado el terreno y los saltos de agua que se daban en la montaña viajando en borrica junto a mi abuela y haciendo noche en los cortijos diseminados por toda la sierra.
Cuando contemplo las fotos de este humilde ingeniero y mi abuela, radiantes los dos en este natural escenario, me vuelve la añoranza de la gran cantidad de bienes cotidianos y pequeños que hemos perdido y que hacían plena una vida sencilla.